¿La profesión más bonita del mundo?
Desde que dije que iba a estudiar Enfermería la gente me contestaba casi al momento “qué profesión más bonita”. Aunque no lo sabían. En la carrera también nos decían que era la profesión más bonita del mundo, he perdido la cuenta de las veces.
Enfermería no era mi única opción cuando hice las solicitudes de la universidad, los demás también eran grados sanitarios, pero al final, entre unas cosas y otras, me decidí por ella.
Estudié, aprobé mis exámenes y llegué a las prácticas. Pijama nuevo y muchos nervios, la sensación de que todo lo que había estudiado se había evaporado. Recuerdo especial miedo cuando empecé a preparar las medicaciones el primer día, porque aunque había estudiado Farmacología, no soy el vademécum. Me daba miedo equivocarme, iba muy lenta, tampoco sabía las repercusiones que podían llegar a tener mis errores, pero tenía claro que podían ser graves.
Estuve unas tres semanas aproximadamente hasta que estalló la pandemia y nos fuimos todos a casa, pero reconozco que tuve suerte y aprendí muchísimas técnicas, que, claro, me ilusionaban como lo que más. Sí, “hola, Fulanita, ¿qué tal? Soy no sé quién, vengo a hacerte esto”. La verdad es que no recuerdo a ningún paciente de ese periodo, a parte del primer fallecimiento que presencié, que se queda grabado. El caso es que aprendí muchas cosas, pero el Prácticum I terminó. Volvimos en septiembre, de vuelta a los leones. De nuevo aprendí muchas cosas, estuve casi dos meses con algunos pacientes que iban y venían y otros que se quedaban más tiempo. Pero no recuerdo a nadie en especial.
Cambié de rotatorio a un sitio al que reconozco que no quería ir. La verdad es que es una pena, porque te predispone a pasarlo mal. La primera semana se me hizo difícil, estaba acostumbrada al sitio anterior, no ubicaba los materiales, la organización era diferente… Pero todos los días volvía, y prometo que iba con buena actitud; total, tenía que hacerlo sí o sí. Al menos mis pacientes no tenían COVID-19, que a día de hoy es algo que agradecer y que libera mucho la tensión en el hospital.
Estaba bastante puesta en las técnicas, como os he comentado tuve la suerte de aprenderlas y practicarlas en los rotatorios anteriores, y en esta planta no había en exceso, así que me ocupaba de las constantes, dar la medicación y preguntar a los pacientes cómo se encontraban. Tenía tiempo para hablar con ellos el rato que hiciese falta. Cada día me organizaba igual pero cambiaba alguna cosa y me ponía a prueba, quería saber si podía estar con mis pacientes el tiempo que lo necesitasen y aun así sacar el trabajo adelante. Y así era, siempre me daba tiempo a terminar.
Así que un día, sin darme cuenta, estaba viendo un concurso de la tele en la habitación de unos pacientes a los que había ido a ponerles la heparina; no me senté ni nada, pero casi. Charlábamos y nos contábamos lo simpático que era mi perro o que su sobrina estaba muy agobiada con los exámenes, cualquier cosa. Me di cuenta una tarde de que no había familiares. Obviamente, sabía que estábamos en medio de la pandemia y que las visitas estaban suspendidas, pero no había caído. Yo iba, hacía mi trabajo, y ya está. Y noté entonces cómo los pacientes, si les daba el espacio y tiempo suficiente, acababan hablando conmigo como lo harían con su hija o su nieta, o una amiga. Y yo con ellos también.
No voy a decir que todos fuesen mis amigos, porque tampoco son todos mis amigos en un bar, siempre hay gente con la que conectas más. Había ciertos pacientes a los que me daba reparo preguntarles qué les había pasado, no sabía si querrían hablar del tema, eran situaciones complicadas a la vista. Pero un día Carmen me contó que tuvo un accidente de coche muy bestia, y la de tiempo que había pasado en el hospital. Me habló de su recuperación, de sus hijos, y de que se iba de alta el viernes. Y me di cuenta de que me alegraba de corazón por ella y por su familia, sobre todo porque conocía su historia. Me despedí de ella el viernes y os prometo que si me la encuentro la invito a un café.
Pero en especial, María. Una mujer callada, muy tranquila, y con una situación muy desafortunada. Estaba pensando en cómo contarlo, pero de verdad que no sé cómo pasó. Solo sé que cuando tengo un rato voy a su habitación a hablar con ella, a que me cuente y a contarle, porque yo también le cuento. Incluso le pido consejo a veces. Y nos reímos, y lloramos. Noto que se desahoga conmigo, y a mí, dada la situación, me gusta que lo haga, que lo pueda hacer. Seguro que le gustaría mucho más hacerlo con su hijo, pero soy lo que hay. Se interesó por mi familia, y no para de repetirme que quiera mucho a mi madre. A mí a veces se me olvida, porque doy por sentado que estará ahí siempre, pero María me lo recuerda.
Y María también me da palabras de ánimo cuando me ve un poco más decaída, o me pregunta qué tal he dormido si tengo mala cara. Ella nunca quiere entretenerme, pero yo sí quiero entretenerme con ella, así que me organizo para poder al menos dedicarle un ratillo. No es que tenga favoritismos, creo que les doy a todos mis pacientes la atención que se merecen. Simplemente, las personas tienen necesidades diferentes.
María es muy agradecida, nunca se le olvida la palabra “gracias”. A veces lo dice tantas veces que se le atraganta. Pero es que yo voy mi turno y luego sigo con el resto de mi vida. Cuando lo pienso, si yo estuviera en esa situación, y mucho más ahora sin las visitas por la COVID-19, que alguien me hiciera caso un rato me daría la vida. Lo mejor de todo es que para mí no es un esfuerzo.
No me gusta que me digan que la enfermería es la profesión más bonita del mundo, puede que sí, puede que no. Tiene sus cosas, como todo. Y poner vías y demás está muy guay, sienta genial cuando lo haces y te sale bien. Pero puedo entender por qué hay gente que lo dice: la gratitud de María consigue que me guste un sitio que aborrecía, hace que mi trabajo con mis compañeros y los demás pacientes sea mejor, y sobre todo hace que me guste ser quien y como soy. Cuando llegué al hospital, María era mi paciente, pero ahora es mi amiga. No sé qué será de ella en el futuro, pero le deseo lo mejor de corazón, y espero poder reencontrarme con ella algún día y contarle cómo seguí aquél consejo suyo y lo bien que me fue, cómo me animó ella a mí en mis días malos, y cómo me hizo mejor enfermera. Porque el trabajo de la enfermera es cuidar, pero os prometo que había días que ella me cuidaba a mí.
Lo siento si la historia os parece aburrida o una tontería, pero para mí fue una sorpresa encontrarme con ella y la amistad que acabamos teniendo. Tanto para ella, que estaba hecha polvo, por dentro y por fuera, como para mí, que también tenía mis asuntos, poder hablarnos un ratito de mi turno ya hacía que nos olvidásemos de los problemas o, al contrario, que nos enfrentásemos a ellos. Así que gracias a ti, María, por hacer esos quince minutos que la enfermería sea la profesión más bonita del mundo.