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2 septiembre 2021
Autor: Irene Campo Arias
Duración aproximada de lectura: 5 min

Turno tranquiloMi nombre es Irene. Aunque aún soy estudiante, ya me considero enfermera. Quienes me conozcan o me hayan visto en acción, saben que pase lo que pase, al hospital siempre entro con una sonrisa o incluso cantando. Muchas mañanas la gente me recibe diciendo “qué ánimos por las mañanas’’ o “anda, qué contenta vienes para ser un lunes’’. Mi respuesta es siempre la misma: “si no vengo feliz hoy y no vengo feliz a hacer lo que me gusta, ¿cuándo voy a serlo?’’. En definitiva, entro contenta, porque me encanta lo que hago. Lo que yo tengo con la enfermería creo que se corresponde perfectamente con la definición de vocación.

Cuando decidí que mi futuro lo quería pasar cuidando de la gente fue demasiado tarde, puesto que me di cuenta al terminar el bachillerato con una nota bastante baja para entrar a Enfermería. Decidí que, a pesar de haber aprobado la selectividad y haber podido hacer otra carrera, como por ejemplo Derecho (a mi madre le hubiese encantado esta opción), Magisterio, alguna ingeniería, etc., me decanté por seguir mi sueño, siempre preguntando a mis padres y exponiéndoles mis planes de futuro. En este sentido, he tenido una suerte inmensa, puesto que ellos siempre han respetado todo lo que he querido hacer y siempre me han animado cuando pensaba que algo estaba perdido. Hice un grado superior de Dietética y Nutrición: la mejor decisión de mi vida. Aprendí muchísimo y encima hice las prácticas en el hospital universitario de mi ciudad. Toda la suerte se ponía de mi parte cuando me aceptaron en una escuela de enfermería al terminar el grado. Estaba triste porque estaba lejos de mi casa, pero feliz de poder comenzar mi nueva aventura “enfermeril”. Nada más matricularme en aquella universidad, me aceptaron en una más cercana a mi hogar. Creo recordar que fue al día siguiente. Yo, pletórica, fui con mi padre a matricularme.

Tras cuatro años de carrera, que se han pasado en un pispás, llegaron las ansiadas prácticas. Y también la COVID-19. Gracias a este, tuvimos un parón formativo. Posteriormente retomaríamos nuestra andanza por el mundo hospitalario. Me enteré del rotatorio que me tocaba en verano, de vacaciones. Cuando leí: Unidad de Cuidados Paliativos y Medicina Interna me dio un vuelco al corazón. No sabía si reír o llorar. Soy muy llorona y sabía que lo iba a pasar mal. Pero siempre intento sacar el lado positivo y pensé que cuando me tocara trabajar, no iba a poder elegir dónde ir. Así que, como dice mi padre, le eché bemoles y comenzó lo que ha sido para mí, una de las mejores experiencias de mi vida. Cuando terminé, me fui de allí llorando, otro rotatorio me esperaba.

Sería entonces cuando me adentraría al universo de las urgencias. Todo lo que os pueda contar sobre cosas que he visto sería poco, o incluso seguramente muchos no creeríais algunas historias. Cuando termine la carrera me voy a preparar el EIR. Según los resultados, continuaré con la especialidad. Aunque si no entrase en ninguna de las que me gustan, haría un máster de urgencias y emergencias. Por lo tanto, como habréis supuesto, este rotatorio para mí es la leche. Tras mi semana de adaptación correspondiente, comencé mi turno de tarde como un día cualquiera. Con mi pompón rojo en la cabeza, recogiendo en forma de coleta mi pelo, y mi botellita de agua, sin hidratarte en urgencias no aguantas ni dos horas. “Vaya mañana tranquila hemos tenido, os lo hemos dejado muy bien”, eso nos dijeron nuestras compañeras en el cambio a mi compi y a mí. Qué ilusas fuimos. Después de haber despachado a varios pacientes que, por cierto, es lo único que no me gusta de urgencias, ves al paciente, le haces lo que le tienes que hacer y le administras lo que le tienes que administrar y si te he visto no me acuerdo; ¡a mí me gusta saber el evolutivo de las personas a las que atiendo! Bueno, perdonadme porque me voy por las tangentes. La tarde iba bien, como ya he dicho, estaba tranquila. Hasta que llegó un preaviso. El preaviso llega desde la ambulancia cuando es un paciente urgente con un triaje de nivel 1. Este nivel es el más importante, ya que el paciente se debate entre vivir o morir.

El preaviso era un hombre, de unos 70 y pico años. Alto, muy alto. Me voy a referir a él como Jota. Jota se convirtió en aquel momento en el paciente que más me ha impactado de mi corta carrera profesional; era la primera persona que veía realmente grave. Se estaba debatiendo entre la vida o la muerte. Jota por la mañana había estado muy bien, había ido a un pequeño huerto que tenía, estuvo hablando con uno de sus hijos y este refería cuando llegó a urgencias que no lo había encontrado mal. Mientras iba conduciendo, Jota se empezó a sentir raro, hasta tal punto que tuvo que parar el coche. Unas vecinas lo vieron y llamaron a la ambulancia. En la ambulancia estaba consciente, contestando a todas las preguntas que le hacían. Pero a medida que iba avanzando el trayecto, empeoró. Jota cuando llegó a urgencias estaba seminconsciente. Una vez le cogieron varias vías periféricas, se le metieron a chorro varios sueros, se le administraron los medicamentos que el médico consideró. Lo estabilizamos. Durante ese tiempo, corto he de decir, yo le hablaba, buscaba estimularlo, pretendía encontrar una respuesta por su parte. Yo, bajo la mentalidad inocente de una estudiante, pensaba que si estaba consciente y me respondía era porque mejoraría. Nada más lejos de la realidad. “Jota, ¿sabes dónde estás?”. Él negaba con la cabeza. “Estás en el hospital”.

Volvía a su trance. “Jota, ¿te encuentras mejor?”. Negaba de nuevo. Poco duró la estabilización, puesto que, en un momento, se nos paró. Vinieron prácticamente todos los médicos que había en el servicio. Empezaron con la maniobra de reanimación, más medicamentos intravenosos, más sueros. Avisaron a los médicos intensivistas, eso no significa nada bueno, puesto que quiere decir que nuestros médicos de urgencias no pueden hacer más por él. Eso indica que puede haber una intubación. Así fue: intubado mientras seguían con la RCP. No se conseguía nada. Le pusieron a LUCAS, que la primera vez que lo escuché pensaba que era un enfermero que estaba muy mazado y le avisaban cuando había que reanimar a alguien; lejos de estar en lo cierto, resulta que es el sistema cardiocompresor automático. Sigo teniendo esa imagen impactante en mi cabeza. En ese momento sentí que había dejado de ser una persona, su color cambiaba cada vez más e iba adquiriendo ese tono peculiar que todos sabemos lo que significa.

El sentimiento de frustración que se siente al escuchar a los médicos que no pueden hacer más es indescriptible. Tenía ganas de chillar, llorar, correr. Por lo menos no estaba sola y mi compañera estaba ahí, sintiendo lo mismo que yo. Dentro de mi cabeza no paraba de decirle, como si me escuchara, “resiste, Jota, aférrate a la vida”. Rogaba a Dios que no le dejara escapar. No pudo ser. Se marchó. Mientras le quitábamos sus pertenencias, anillos, reloj, zapatos, etc., se me saltaban las lágrimas.

Es increíble cómo puede cambiar la vida de una persona en cuestión de minutos, incluso segundos. Increíble es, también, cómo actuaron aquellos profesionales sanitarios. Yo, bajo mis inocentes e inexpertos ojos, observaba admirada, como si de una representación perfectamente estudiada se tratase, cómo enfermeras y médicos actuaban con una sincronización sublime. Sin estorbarse los unos con los otros. Sin demorarse un segundo en cómo actuar. Cada día estoy más orgullosa de poder tener la suerte de pertenecer a esta bonita profesión. A pesar de no tener un bonito final, ni mucho menos. No todas las historias terminan así. Y mientras pueda conseguir llegar algún día a trabajar como estos profesionales seré inmensamente feliz. Jota es el resultado de varios pacientes que han marcado mi vida de estudiante. Lo más curioso es que sus nombres empezaban todos por “j”. Os guardo y os guardaré en mi corazón allá donde estéis, siempre.

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